INUVIK IV



Los dos días que pasamos entre Fort MacPherson y las orillas del Peel, disfrutamos de buen tiempo e hicimos amigos.

Linda y Cheri, un par de amigas yankis sexagenarias que estaban haciendo su particular versión de Thelma y Louise cambiando el Cadillac por una menos elegante pero más práctica autocaravana, nos adoptaron, inflaron a oreos y patatas fritas y nos dejaron pasar las tardes jugando a cartas con ellas.

No era las Vegas pero estábamos calentitos.

El encargado del cámping, tras repetirnos en múltiples ocasiones y con paciencia infinita el mantra "Maybe today, maybe tomorrow, maybe one week. Who Knows? Mother Nature!", nos invitó a un entierro, cosa que rechazamos educadamente, porque a decir verdad, a nuestro ánimo cada vez más apesadumbrado sólo le faltaba un entierro.

En uno de nuestros paseos por las pocas calles del Fuerte donde no recuerdo más tienda que la de la gasolinera, vimos que el parking del polideportivo estaba lleno de coches, así que nos decidimos a entrar. Por lo menos veríamos una competición y mataríamos las horas asistiendo a un torneo de algo.

Al entrar en el recinto nos dieron la bienvenida, un plato y un vaso de plástico y nos sentaron en unas sillas. Todo el pueblo, y cuando digo todo el pueblo quiero decir Todo el Pueblo, estaba sentado en círculo, por lo que se trataba de un círculo enorme. Frente a las personas que estábamos sentadas iban desfilando un sinfín de mujeres con bandejas llenas de todo tipo de comida. Nos ofrecieron de todo y no rechazamos nada.

Finalmente, el plato desbordaba como el Peel mientras se mezclaban los primeros con los postres pero nos daba igual. Llevábamos 10 días comiendo platos deshidratados de sobre y aquello nos parecía un auténtico festín.

Al rato dedujimos que estábamos en un cumpleaños pues nos dieron un trozo de pastel de esos en los que han plasmado la foto de una persona. La gente reía y los niños bailaban en el centro del círculo mientras recogían al vuelo los caramelos que les iban lanzando. 

Empezaron los parlamentos. Nos dieron la bienvenida, incluso a nosotros, los turistas. Nos dijeron que estábamos allí para celebrar la vida, la vida de la persona a la que estaban despidiendo entre risas y recuerdos. Sólo las lágrimas de una de las hijas del recordado nos confirmaron que, efectivamente, estábamos en un entierro. 

Nuestro cerebro bullía como una tetera a punto de explotar. Nuestra preocupación por el Ferry se había quedado en pura anécdota en cuestión de segundos. La sensación de distancia cultural entre los Gwich'in y nosotros no nos podía parecer más brutal. La aceptación sin fisuras de la vida y la naturaleza por parte de los pueblos nativos nos hacían ver nuestra realidad como una tragicomedia griega, menos conectados con la la vida que los niños que recogían los caramelos al vuelo. 

© Claudia Mesa. Todos los derechos reservados.